Día 8. Café en el cruce de Ayuntamiento y López
Llueve al salir de
Bellas Artes. Dos lugares: en uno la cerveza es cara porque incluye la plática
con una mujer de ciudad; en otro un músico rasca su garganta con las cuerdas de
su vieja guitarra. Si conocí el segundo es porque rechacé −más bien pospuse− el
primero. El café no se enfriaría pronto. La lluvia refleja los pasos en
millones de lagunajos y lame la suela de todos los hombres. Las luces rojas
llegan a un acuerdo de reflejar en cada rostro una calidez falsa e infernal. Es
la lluvia, el café negro y los cigarros los que institucionalizan mi gusto por
la soledad y la divagación. Podría ser cualquiera de los transeúntes, pero
ninguno de los conductores que piensan sonar el claxon para cambiar el rubro de
la tarde. Hoy se derrama sobre mí Agosto, no Junio, como si las gotas fueran
enviadas del futuro para afianzar la nostalgia; los bosquejos de una sonrisa al
recordar estos días. Suena una canción de Julio Jaramillo que canta « ódiame sin medida
ni clemencia ». Temblaba por el frío. El cielo se esclarecía y de las calles se
levantaba la humedad de las horas, así que decidí regresar a casa
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