Mamá cultura nos da la espalda
Formamos parte de una fila que serpentea en el interior de una enorme habitación. Todos queremos ver el rostro y escuchar la voz de un hombre que ganó un premio importante de la literatura. La literatura que suele escribirse con L mayúscula. El hombre tiene como sesentaitantos años, pero se ve más joven, lo que me hace suponer que se ha conservado porque pasa gran parte de su día metido en una habitación, escribiendo sin parar para dar a conocer palabras que construyen un puente entre el más puro solipsismo y el mundo que lo rodea que parece irse despedazando al mismo tiempo que busca la manera de reconstruirse.
Esto es la FIL de la ciudad de Guadalajara. A mí, en lo personal, jamás me ha gustado el sonido de la palabra Guadalajara, porque me suena a guácara y lo asocio, ahora mismo, con la manera en la que se manifiesta el flujo y reflujo de personas que transitan por los pasillos de esta gigantesca sala de eventos. Pero esto tiene poca importancia, salvo porque parece manifestar que los pensamientos de una persona deben tener la suficiente cabida en cualquier discurso porque significan algo que pocas veces se alcanza a comprender con claridad y debe, por lo mismo, pensarse con mayor detenimiento.
Nos permiten pasar. Tomamos asiento y a todos nos dan un juego de audífonos con su respectivo radiotransmisor donde supuestamente escucharemos la traducción al español de las palabras del escritor galardonado que viene de Rumania para dar el discurso que dio al momento de aceptar el premio. Yo, realmente, apenas conozco al escritor. Vi su foto aquel día en que leí sobre su victoria o lo que se reconoce como victoria dentro del ámbito literario. Un hombre llamado Mircea Cărtărescu. (Mircea se pronuncia Mircha). No he leído nada de él, salvo la entrevista que dio al diario El País. Y por eso estoy aquí.
mesa está compuesta por editores, el propio escritor, y un tipo que tiene el pelo largo, húmedo y rizado que ya he visto algunas veces con el mismo semblante tranquilo y sonriente. Como si recordara una y otra vez, antes de abrir la boca para hablar, su último orgasmo. Se presentan y hablan sobre la literatura con L mayúscula y dicen que este escritor forma parte de ella y continúa extendiéndola. La tradición. Sus discursos me recuerdan que aún no he leído lo suficiente o que jamás tendré el tiempo suficiente para leerlo todo. Veo al escritor y me pregunto por lo que podría pasar por su cabeza mientras un par de españoles (los editores) lo vanaglorian en una lengua que quizás no conozca bien.
Por fin, el escritor se para y se dirige al podio, donde da las gracias por nuestra presencia en un inglés básico y bastante adolorido. El hombre se ve un poco frágil. Como si le fuera difícil dirigirse a un mundo construido por los rostros de un país que lleva años sangrando (aunque alguno de los editores se encargó de establecer que el escritor galardonado Mircea Cărtărescu dice cada que tiene oportunidad que ama México y está fascinado por lo que ve en sus calles).
A continuación, Mircea comienza a leer en rumano y todos nos ponemos los audífonos. Agudizo el oído y escucho del otro lado nada más que estática. Pienso en una caverna, en el fuego, en Platón y en la voz del escritor como una sombra difusa y perdida entre las grietas de una enorme roca. Intento sintonizar otros canales y suena lo mismo. Volteo a ver a los demás y la mayoría parece ubicar bien lo que el escritor dice, no sé si porque su aparato radiotransmisor sí funcione o porque quieren aparentar que entienden el Rumano. Me digo −como una especie de sabotaje ideológico− que realmente yo no soy una persona que aprecie este tipo de eventos porque lo único que hacen es ubicar en un pedestal un acto que debería conservar la misma naturalidad como lo es el caminar o el comer. Un amigo que está junto a mí me dice que él tampoco escucha la traducción pero que eso poco importa, que lo mejor es escuchar el canto de un hombre en un idioma ininteligible para nosotros, pero que conserva (quizás por lo mismo) una belleza fluida y ruda a la vez. Por supuesto, no me lo dice así, sino que pega su dedo índice a su labios mientras mantiene un semblante de goce estético y termina señalando al escritor. Lo entiendo al grado de pensar que eso es más cercano a la literatura que eventos como este, pero no puedo negar el hecho de que me gustaría saber lo que el hombre frágil dice.
Al parecer, nadie entiende o recibe la transmisión adecuada, pero todo sigue igual. Algunos lo observan embelesados, sin entender nada, pero conservando un aire respetuoso, limpio y elegante. Esto me hace recordar algo que Witold Gombrowicz dijo sobre la cultura en el prólogo de Ferdydurke. Que la cultura tiende a infantilizar al hombre porque se desarrolla mecánicamente y, por lo tanto, le supera y se aleja de él. Y en este momento es como si todos fuéramos esos seres infantiles que ven a una figura paterna distante, algunos tienen en su manos el discurso ya traducido y lo miran buscando algún tipo de calidez en sus palabras, quizás incluso alguna clase de reconocimiento acerca de nuestro esfuerzo humano entre su literatura. O no.
En algún punto alguien tendrá que decirle algo. Interrumpirlo. Pero ahora, mientras él habla y nadie más entiende, me pregunto qué parte exactamente es la que se aleja de mí.
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