Copiar y pegar no es fácil

Era un martes como cualquiera. Iba tarde a cualquier cosa. Tomé la bicicleta aunque me molestara el rechinar de los engranes. Un golpe se midió en segundos con ideas incrustadas al pavimento. El camionero y yo pensábamos en otra cosa. Me levanté. Dejé el escombro de fierros ahí. No volvería a pensar en bicicletas. La mitad de mi vista perdía el filo de las cosas. Mis músculos comenzaron a estorbarse unos a otros. Llegué a una oficina. Me disculpé. La secretaria veía las gotas de sudor deslizarse entre mi barba rala. Me esperaban. La otra habitación estaba más limpia. Me entumí en una silla. Los hombres abrían más sus ojos al ver cómo la sangre manchaba los agujeros de mi ropa. Les expliqué mi idea. No dijeron nada. Se observaron un rato y decidieron pedirme una tarjeta. Les mentí y salí a buscarla. Merodeé por el escritorio de fuera. Mi ojo izquierdo recuperó el filo. Escribí mi nombre y teléfono al reverso de otra tarjeta. Me llevé la pluma. Entré en una tienda roja. Pagué una seven. Tomé un hielo del cubo para frotarlo sobre la herida. Salí. La sombra estaba bien; no moverse mejor. Me acerqué a un niño que vendía cigarros sueltos. Palmee la flaccidez de mi culo. Había olvidado la cartera en la tienda roja. Regresé. No supieron qué. Hubo tiempo suficiente. Caminé por el barrio de mi casa. Conseguí un cigarro con un vecino. Me senté frente a la ventana. Prendí el cigarro. Listo. Había intentado adaptarme. 

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